QUERIDA LECTORA,
QUERIDA AMIGA,
La muerte nos muestra la naturaleza de nuestras vidas: impermanente, efímera, cambiante y no duradera. Es por eso que mirarla de frente, en vez de evitarla, nos enseña a vivirla tal y como es sin super-imponer nuestras ideas de como nos gustaría que fuese.
Sin embargo, la mayoría de personas, le rehuimos a la muerte. A algunas personas les despierta rechazo y a otras, miedo. La muerte es un objeto indeseado. ¿Será quizás por eso que tratamos a toda costa esconder sus signos en nuestro rostro pinchándonos químicos? ¿Tendrá eso algo que ver con que evitemos nombrarla en nuestras conversaciones cotidianas?
Escribo esta carta para reflexionar juntas sobre eso llamado muerte que tantas emociones despierta en nosotras y sobre lo cual la mayoría pocas veces dedica tiempo a pensar.
Yo personalmente he invertido mucho tiempo a pensar sobre ella. He de decir que tampoco es sorprendente siendo practicante budista, ya que una de las primeras enseñanzas que recibimos es sobre la impermanencia. Esta es, de hecho, una de las primeras prácticas a integrar: ser consciente de que todo es impermanente. Bueno… para los geeks de filosofía que estéis por ahí escuchando, no todo. Todo aquello que está condicionado por causas y condiciones es impermanente. Eso es la mayoría de cosas con las que interactuamos en nuestro día a día.
Existen dos tipos de impermanencia. Una burda y una sutil. La impermanencia burda es aquella que es evidente para todas: un móvil que se rompe, una relación que termina, un vida que muere. Estos eventos, como muchos otros que signifiquen la cesación de algo, puede suscitar emociones fuertes y, en muchas ocasiones, desagradables. Pero los cambios aparentemente bruscos, no lo serían tanto si tomaramos conciencia de la impermanencia sutil. Ver este tipo de impermanencia requiere adiestrar la mirada. La impermanencia sutil no se ve a simple vista porque nuestro sentido de la vista no está diseñado para percibirla, así como tampoco para ver un conejo a 3km de distancia como lo vería un águila. Sin embargo, podemos desarrollar la facultad de percibirla, aunque no sea con los ojos.
La impermanencia sutil es la desintegración instante a instante de un fenómeno. En occidente no solemos pensar en cambio como desintegración. En la filosofía budista sí. Esta ciencia de la mente explica que aquello que llamamos cambio es la desintegración del instante de existencia anterior. Un instante o "kṣaṇa" en sánscrito (क्षण, pronunciado /kṣaṇa/) es una medida de tiempo muy corta que no tiene equivalencia en el tiempo cómo lo medimos ahora pero se dice que en un chasquido hay 65 kṣaṇas o instantes.
Lo interesante de esta visión es que para que el instante presente de existencia de algo se de, el anterior ha tenido que desaparecer previamente. Pongamos como ejemplo un brote de alfalfa. Este brote es el resultado de una semilla de alfalfa. Es decir, pertenecen al mismo continuo temporal. Primero hay una semilla y luego hay un brote. Pero la semilla y el brote de un mismo continuo nunca coexisten en el mismo espacio-tiempo. Porque para que el brote de alfalfa se de, la semilla se ha tenido que desintegrar previamente. Esto es aplicable a cualquier fenómeno impermanente. En un continuo infinito, los fenómenos se desintegran a cada instante para producir su instante de existencia siguiente. Otro ejemplo que quizás nos ayude a entender esto, es el de un río. El agua que fluye por la cuenca de un río está en constante movimiento. A este movimiento podríamos llamarlo desintegración. Y es gracias a que en cada momento su estado anterior está cesando, que el próximo puede existir. Si no fuese así, el río no podría fluir, y no sería río.
Si pudiésemos percibir ese flujo de cambio constante quizás dejaríamos de ver las cosas y las personas menos como cosas y personas y más como eventos efímeros cuya naturaleza no es aprehensible. Cómo agua que se te resbala entre los dedos cuando intentas atraparla con las manos. Es imposible.
Visto desde esa perspectiva, no existirían los cambios bruscos, ni las muertes repentinas, solo el resultado natural de un proceso de desintegración sin el cual la vida no sería posible.
La vida es imposible en el reino de lo estático. Lo estático existe en el plano conceptual, es decir, en el mundo de las ideas. La vida necesita el espacio que provee el cambio para darse. De hecho, volviendo al tema de la muerte, preguntémonos ¿Por qué será que la muerte nos suele provocar rechazo o miedo? ¿Qué exactamente de ese suceso dispara estas emociones? A primera vista podríamos quedarnos con respuestas tales como: no saber qué viene después o tener que dejar atrás todo lo conocido. Ambas respuestas son válidas. Pero si miramos más profundamente, lo que encontraremos, es un arraigado aferramiento a la permanencia a la identidad de nuestro cuerpo, de nuestras cosas y, sobre todo, de nuestro yo.
Nuestra falta de familiarización con nuestra propia naturaleza impermanente, unida a la predominancia del pensamiento conceptual poco adiestrado, nos hace creernos la ilusión que nuestras mentes construyen: una realidad formada por cosas con esencia propia que no cambian. En ese estado de ensoñación en el que vivimos, ansiando seguridad y estabilidad, esperamos que las cosas duren, las relaciones duren, las vidas duren. Pero una vez que la expectativa se ha formado la decepción está garantizada. Porqué a diferencia de lo que a nuestra mente le gustaría creer, nada dura y nada permanece. Esa percepción en desarmonía con la realidad es lo que llamamos en filosofía budista: ignorancia y, más concretamente, aferramiento a la permanencia y es una de las raíces principales del sufrimiento.
¿Cómo no sufrir cuando no hacemos cabida a lo que es? ¿Cómo vivir en coherencia cuando negamos lo inevitable?
Pero la cosa no queda aquí. Este aferramiento a la permanencia es la culpable de que creamos, equivocadamente, que el Yo es duradero. En vez de ver mi Yo como un evento fluido y cambiante que a cada instante se desintegra, lo percibo como algo estático, sólido, unitario e independiente. Y no solo me percibo así, sino que me aferro a esa idea con todas mis fuerzas. Concibiéndome así, vivo la vida con este Yo, aparentemente tan real, en el centro. Portegiéndolo contra toda posible amenaza, da igual el coste. Sobrevalorando su importancia frente a otras personas, que aunque no me de cuenta también son Yoes, cayendo en el estado desolador del auto-centramiento. Ahí, como dice Itziar, la desgracia está servida.
Un gran maestro del pasado llamado Panchen Lama Losang Chökyi Gyaltsen escribió: “el egoísmo es la puerta a toda desintegración”. Aquí la desintegración hace referencia a la desgracia o sufrimiento.
Con esta maquinaria distorsionadora tan bien montada, ¿cómo no vamos a tenerle pavor a la muerte? La muerte es el evento que más pone en evidencia la fragilidad de nuestra identidad. De hecho, de un simple plumazo, la hace desaparecer. Aunque creamos en la reencarnación, el Yo, como lo concebimos ahora, se desintegra. Y en un solo instante la ilusión de permanencia, seguridad y duración se esfuma.
Pero no tenemos por qué vivir en este engaño, exponiéndonos al dolor atroz de quien nunca a tomado consciencia de la impermanencia y se encuentra con que la vida le presenta un “cambio repentino” como una enfermedad, una separación o una muerte. Podemos usar esta maravilla de cerebro de homosapiens que tenemos y ponerlo al servicio del desarrollo de la sabiduría que comprende mejor la realidad. Una realidad impermanente. No para resignarse. Sino para estar preparada para la única cosa que sí es segura en nuestras vidas, la muerte, y poder vivir con la profunda y estable tranquilidad de quien ha construido su seguridad, no sobre una fantasía infantil de la realidad, sino sobre el conocimiento certero resultado de su propia observación e indagación.
Sin lugar a dudas, prepararse para morir es prepararse para vivir.
Ana G. Cabello
Este artículo ha sido escrito por Ana G. Cabello en Octubre del 2024.
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